Desde que Javier era apenas un niño, su mundo giraba en torno a las alas de papel. Nacido en el corazón de Barcelona, aprendió a doblar sus primeros aviones antes incluso de leer una palabra. Su madre decía que, mientras otros niños arrastraban coches de juguete o apilaban bloques de colores, él pasaba horas mirando el cielo, siguiendo con la mirada cada trazo blanco que dejaban los aviones reales sobre el azul.

Aquellos trozos de papel voladores eran más que un juego: eran su lenguaje secreto con el viento. Cada uno contenía un sueño, una historia, un deseo de volar no sólo sobre ciudades, sino sobre el tiempo y las distancias. Así, mientras crecía entre las calles empedradas del Eixample y los atardeceres dorados del Mediterráneo, Javier supo que la aviación no era una fantasía de infancia, sino su propósito.

Los años pasaron, y con la misma pasión con la que lanzaba sus pequeños aviones desde los balcones de la infancia, se lanzó al estudio. Se formó como piloto de helicópteros de emergencias, convencido de que volar debía tener un sentido mayor: salvar vidas, tender puentes donde nadie más podía llegar.

Fue justo después de obtener su titulación que llegó la llamada que cambiaría su destino: una plaza urgente en una isla del Atlántico, un lugar que parecía sacado de un cuento antiguo. Tenerife. Una isla que no conocía, pero que su alma pareció reconocer al instante.

Y fue allí, en una noche templada del sur, entre aromas de sal y buganvillas, donde conoció a Sofía.