Cuando era un jovencito que todo lo había perdido cometí un terrible error. Desquiciado por la culpa y convencido de que no merecía vivir, me matriculé en Psicología con la idea de aprender a neutralizar un suplicio que no me dejaba vivir.

Tras licenciarme con honores, continué mi formación diseccionando a quienes acudían a mi consulta en busca de consuelo para sus propios sufrimientos. Lleno de odio y amargura hacia un Dios que me había dado la espalda, estudié credos, dogmas y liturgias... Incluso investigué supersticiones y ocultismos con el fin de comprender “la culpa” y erradicarla de mi alma.

Hoy, requerido por la Policía de Getaria, me dirijo a valorar el estado mental de un chico que ha confesado un crimen espantoso. Es noche cerrada, llueve con furia y un cadáver se pudre en la morgue de Donostia.

Todos los polis de la comisaría, empezando por el viejo murciélago de Castro, están convencidos de que han atrapado un psicópata. Pero yo soy un ser atormentado que lleva media vida destripando mentes de seres desquiciados; y si algo he aprendido en mi infernal existencia, es que los monstruos reconocemos al instante a nuestros semejantes. Esta "rara habilidad", por llamarla de alguna manera, me dice que el crío esposado que tengo delante no es para nada un desequilibrado.

Encerrado en la sala de interrogatorios ante un chico que parece destinado a arder en la hoguera de la Justicia, mi dolor y mi esperanza bullen con una fuerza nunca antes sentida. Y me pregunto: ¿Está mi redención atada a la salvación de este joven de apariencia angelical? ¿Se oculta en su mirada cristalina la última pieza del rompecabezas del alma? ¿Podré dormir en paz si logro protegerlo de los lobos que lo cercan?